lunes, 17 de octubre de 2016

De los viajeros ficticios a los migrantes reales

En las Cartas marruecas escritas por Cadalso en el siglo XVIII el escritor ilustrado se vale de la ficción del viajero extranjero para describir con mirada crítica y constructiva las costumbres de España. Muchos escritores europeos de la época aprovecharon este recurso: Montesquieu en las Cartas persas,  Giovanni Paolo Marana en Las cartas de un espía turco o Goldsmith en The Citizen of de World (presentadas como obra de un viajero chino).

Todos estos libros tienen un formato epistolar, y menudo son varios los remitentes y los destinatarios de las cartas. En las Cartas marruecas, por ejemplo, los corresponsales son tres: un joven marroquí, un joven español y un anciano marroquí, en un intento de diálogo tanto intergeneracional como intercultural. La premisa es que la razón, universal y común a todas las personas, debe permitir un intercambio fecundo que supere las diferencias geográficas y culturales. Este formato epistolar guarda estrecha relación con otro rasgo característico de la Ilustración, el perspectivismo, que entraña la voluntad de tratar de ver las cosas desde diversos puntos de vista.

Constelación literaria de las Cartas marruecas (Elaboración propia)




Esta "mirada extrañada", esta voluntad de aproximarse al propio entorno a través de los ojos de quien no ha naturalizado actitudes y comportamientos, ha dado lugar más recientemente a textos de cierta fortuna como Los Papalagi o la Carta del Jefe Seattle al Presidente de los Estados Unidos. Bien es verdad que mientras el primero parece ser, como las Cartas marruecas, una ficción narrativa, en el segundo sí late la voz de quien se sitúa fuera de la civilización que critica.




¿Y qué pasa con el viaje de vuelta? ¿Cuál es, por ejemplo, la imagen de Oriente en Occidente, con qué materiales se ha formado? Ineludible recurrir aquí al lúcido ensayo del añorado Edward Said titulado, precisamente, Orientalismo. En él va desgranando Said en un proceso de investigación minuciosa cómo se ha ido construyendo, a lo largo de los siglos, una imagen del mundo árabe e islámico llena de prejuicios y esterotipos, justificación de la dominación política y militar con que Europa y Estados Unidos han querido someter a Oriente. 
 
En 1978, la publicación de Orientalismo, del palestino Edward Said, profesor de literatura inglesa y comparada en la Universidad de Columbia, en Nueva York -conocido hasta entonces por sus excelentes estudios de crítica literaria-, produjo el efecto de un cataclismo en el ámbito selecto, un tanto cerrado y autosuficiente, de los orientalistas anglosajones y franceses. Su examen de las relaciones Occidente-Oriente, la minuciosa exposición de la empresa de conocimiento, apropiación y definición -siempre reductiva- de lo 'oriental' en todas sus formas sociales, culturales, religiosas, literarias y artísticas por parte de aquellos en provecho exclusivo, no de los pueblos estudiados, sino de los que, gracias a su superioridad técnica, económica y militar, se apercibían para su conquista y explotación, ponían no sólo en tela de juicio el rigor de sus análisis, sino en bastantes casos la probidad y honradez de sus propósitos eruditos. Salvo raras excepciones, nos dice Said, el orientalismo no ha contribuido al entendimiento y progreso de los pueblos árabes, islámicos, hindúes, etc., objeto de su observación: los ha clasificado en unas categorías intelectuales y 'esencias' inmutables destinadas a facilitar su sujeción al 'civilizador' europeo. Fundándose en premisas vagas e inciertas, forjó una avasalladora masa de documentos que, copiándose unos a otros, apoyándose unos en otros, adquirieron con el tiempo un indiscutido -pero discutible- valor científico. Una cáfila de clisés etnocentristas, acumulados durante los siglos de lucha de la Cristiandad contra el Islam, orientaron así la labor escrita de viajeros, letrados, comerciantes y diplomáticos: su visión subjetiva, embebida de prejuicios, teñía sus observaciones de tal modo que, enfrentados a una realidad compleja e indomesticable, preferían soslayarla a favor de la 'verdad' abrumadora del 'testimonio' ya escrito'.
Con un rigor implacable, Said exponía los mecanismos de la fabricación del Otro que, desde la Edad Media, articulan el proyecto orientalista.
Juan Goytisolo, "Un intelectual libre". El País, 29 de noviembre de 2001

An Introduction to Edward Said's Orientalism


Esta construcción estereotipada del mundo árabe e islámico llega incluso a la filmografía Disney. Henry Giroux denuncia en su libro El ratoncito feroz. Disney o el fin de la inocencia los esterotipos presentes, por ejemplo, en las películas Aladdin o El Rey León. Este cúmulo de clichés y de visiones deformadas -interesadas- del mundo árabe e islámico, concluye Santiago Alba, está en la base de la creciente islamofobia de nuestros días.

 
Hora, por tanto, de abrir la escuela a la literatura árabe contemporánea, inexistente no solo en los programas de Lengua Castellana y Literatura, sino incluso en los de Literatura Universal. Inexplicable, sí. Pero también esto lo denunciaba Edward Said hace décadas:
"Un aspecto sorprendente de la atención que las nuevas ciencias sociales estadounidenses prestan a Oriente es que evitan la literatura. [...] Cualquier poeta o escritor árabe -que son muy numerosos- escribe sobre sus experiencias, sus vivencias y su humanidad (por muy extraño que pueda parecer), y de esta manera perturba de modo eficaz los diversos esquemas (imágenes, estereotipos y abstracciones) por los que se representa a Oriente. Un texto literario habla más o menos de la realidad viva. Su fuerza no reside en que sea árabe, francés o inglés; su fuerza está en el poder y vitalidad de las palabras".
Esta ausencia, hay que subrayarlo, afecta no solo a la literatura árabe, sino a toda la literatura no estrictamente "occidental". El desconocimiento del otro sigue siendo pavoroso, aún más injustificable y peligroso en un mundo globalizado y mestizo.

NUESTRA PROPUESTA: LAS CARTAS MARRUECAS DEL SIGLO XXI
¿Qué podemos hacer desde las aulas para paliar en algo este "olvido", pese al estrecho margen que la LOMCE y sus reválidas nos permiten?  Nuestra propuesta es muy sencilla: puesto que el propio currículo prescribe la creación de textos de intención literaria en la estela de los estudiados en clase, pediremos a nuestro alumnado la elaboración de unas Cartas marruecas del siglo XXI protagonizadas ya no por viajeros (ficticios) sino por migrantes (reales). Y quien dice Cartas marruecas dice ecuatorianas, o colombianas, o rumanas, o sirias.
¿Qué hechos, costumbres, actitudes sorprenden al viajero que llega para quedarse, procedente de Marruecos, Bolivia, Bulgaria, Mali o China? Sin duda esta mirada "extrañada" nos ayudará a conocernos mucho mejor unos a otros.
Hemos invitado por tanto a nuestros estudiantes a entrevistar a fondo a una persona de su entorno, de su localidad, que haya llegado a España con uso de razón y que guarde memoria de aquellas primeras impresiones: que pueda poner en palabras qué cosas le extrañaron en relación con los juegos, las comidas, la indumentaria, el transporte, la educación, las relaciones de vecindad, etc.  La idea es que cada estudiante pueda luego centrarse en una anécdota, una vivencia, una experiencia concreta. Entre todos construiremos un caleidoscopio -o un mosaico- de España desde la mirada extrañada de quien no nació aquí.
Y para tener un ejemplo a mano, un texto que nos sirva de referencia, hemos leído en clase -y ha gustado muchísimo- el último capítulo de El harén en Occidente, de Fatema Mernissi, escritora marroquí recientemente fallecida y Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2003. El capítulo, del que ofrecemos unos fragmentos, lleva un título significativo: "El harén de las mujeres occidentales es la talla 38".



Mientras intentaba encontrar, sin éxito, una falda de algodón en unos grandes almacenes en Estados Unidos, ya que hacía demasiado calor para seguir llevando mi falda marroquí de cuero tan cómoda y práctica, oí por primera vez que mis caderas no iban a caber en la talla 38. A continuación viví la desagradable experiencia de comprobar cómo el estereotipo de belleza vigente en el mundo occidental puede herir psicológicamente y humillar a una mujer. Tanto, incluso, como la actitud de la policía pagada por el Estado para imponer el uso del velo, en países con regímenes extremistas como Irán, Afganistán o Arabia Saudí. En efecto, aquel día me di de bruces con una de las claves de por qué los occidentales representan el harén como un recinto poblado de bellezas pasivas.

La elegante señorita del establecimiento me  miró de arriba abajo desde detrás del mostrador y, sin hacer el menor movimiento, sentenció que no tenía faldas de mi talla.
- ¿Me está usted diciendo que en toda la tienda no hay una falda para mí? Es una broma, ¿no?
Tenía mis sospechas de que la tipa estaba demasiado cansada y no tenía ganas de ayudarme. Lo podía entender. Pero no se trataba de eso. Lo que me dijo no dejaba lugar a discusión. Su comentario condescendiente sonó como una fatwa pronunciada por un imán:
- ¡Es usted demasiado grande! – dijo.
¿Comparada con qué? – repliqué, mirándola con mucha atención, pues era consciente de hallarme ante una diferencia cultural considerable.
Pues con la talla treinta y ocho- contestó la señorita.
El tono de su voz era tan cortante como el de quienes imponen las leyes religiosas-. Lo normal es una talla treinta y seis o treinta y ocho- prosiguió, en vista de mi mirada de asombro total-. Las tallas grandes, como la que usted necesita, puede encontrarlas en tiendas especiales.
Era la primera vez que me decían semejante estupidez respecto a mi talla. [...]
Y ¿se puede saber quién establece  lo que es normal y lo que no? – pregunté a la dependienta como queriendo recuperar algo de mi seguridad si ponía a prueba las reglas establecidas. – [...] ¿Y quién ha dicho que todo el mundo deba tener la talla treinta y ocho? – bromeé, sin mencionar la talla treinta y seis, que es la que usa mi sobrina de doce años, delgadísima.
          En aquel momento la señorita me miró con cierta ansiedad, extrañadísima.
La norma está presente en todas partes, querida mía- dijo-. En las revistas, en la televisión, en los anuncios. Es imposible no verlo. [...] Si aquí se vendiera la talla cuarenta y seis o cuarenta y ocho, que son probablemente las que usted necesita, nos iríamos a la bancarrota. - Se detvo un instante y luego me miró con ojos escrutadores-. Pero ¿en qué mundo vive usted, señora?[...]
–  Pues vengo de un país donde no existen las tallas en la ropa de mujer – repliqué-. Yo misma me compro la tela, y la costurera del barrio o un artesano me hacen la falda que le pido a medida. [...] De hecho, si quiere que le diga la verdad, no tengo ni idea de qué talla uso. [...]
¿Quiere usted decir que no vigila su peso? – me preguntó con cierta incredulidad. [...]
Sí, pensé, acababa de encontrar la respuesta a mi enigma. A diferencia del hombre musulmán, que establece su dominación por medio del uso del espacio (excluyendo a la mujer de la arena pública), el occidental manipula el tiempo y la luz. Este último afirma que una mujer es bella solo cuando aparenta tener catorce años. Si una comete la osadía de aparentar los cincuenta o, peor aún, los sesenta, resulta simplemente inaceptable. Al dar el máximo de importancia a esa imagen de niña y fijarla en la iconografía como ideal de belleza, condena a la invisibilidad a la mujer madura. De hecho, el occidental moderno refuerza así las teorías sostenidas por Immanuel Kant en el siglo XVIII. Las mujeres deben aparentar que son bellas, lo cual no deja de ser infantil y estúpido. Si una mujer aparenta madurez y seguridad en sí misma, y por lo tanto no se avergüenza de unas caderas anchas como las mías, se la condena por fea. Así pues, la frontera del harén europeo separa una belleza juvenil de una madurez que se considera de mal gusto.
Sin embargo, las actitudes occidentales son más peligrosas y taimadas que las musulmanas porque el arma utilizada contra las mujeres es el tiempo. El tiempo es algo menos visible, más fluido que el espacio. El occidental congela con focos e imágenes publicitarias la belleza femenina en forma de niñez idealizada y obliga a las mujeres a percibir la edad, es decir, el paso natural de los años, como una devaluación vergonzante. ¡Ahora resulta que soy un dinosaurio!, me dije en voz alta casi sin darme cuenta, mientras recorría las filas de faldas de la tienda con la esperanza de demostrarle a la señorita que estaba equivocada. Pero al cabo de media hora tuve que reconocer que no iba a encontrar nada que me valiera. Este chador occidental, cortado según el patrón del tiempo, resultaba más disparatado que el fabricado con el espacio, el que imponen los ayatolás."

2 comentarios:

  1. Buenísima, como siempre, una entrada que abre los ojos a otra forma de abordar la literatura, con una mirada universal, transversal, que enseña y deleita a la vez. ¡Chapeau!

    ResponderEliminar
  2. ¡¡¡Gracias, gracias, gracias!!! Gracias por prestarnos tu mirada, inconveniente para algunos e inspiradora y llena de luz para muchos otros, pero, sobre todo, comprometida con la vida. No entiendo que se pueda ejercer este oficio de otra manera que no sea alimentado la palabra como un arma cargada de futuro. Gracias y enhorabuena.

    ResponderEliminar